lunes, 18 de agosto de 2008

El ataque de las perras.


Cuando era niño no me gustaban los animales.
En mi tierna infancia le tomé cariño a unos ratones; pero pronto fueron devorados por una tenebrosa pandilla de gatos (sé que semejante cliché puede parecer inverosímil, pero juro que es cierto).
¿El resultado? odio a los gatos.
Luego viví al fondo de una privada (chop-calle, para los entendidos). Entre mi casa y la salida de la calle había una multitud de perros de las más diversas razas y actitudes.
Estaba Perestroika, una perra malix (pronúnciese "malish", significa que su raza era misteriosa por tanta mezcla) que creía que yo era comestible. Estaba la trifecta de la muerte; dos dálamatas y un french puddle que iban juntos a todas partes; el french puddle atacaba a cualquier otra criatura, y las dálmatas lo protegían. Había otro perro al que simplemente llamábamos "el perro del herrero". El perro del herrero era el más letal; no ladraba, sólo atacaba.
Habían otros, pero estos dan la idea. Mi infancia era una de tormentos caninos.
Han pasado los años, y he tenido que aprender a sobrellevar la compañía de los animales.
Es parte de eso que llaman envejecer.
Ahora vivo con una Golden Retriever demoniaca que responde al adecuado nombre de Lilith y, si bien me he acostumbrado a Lilith, aún me es difícil lidiar con otros perros.
Este fin de semana mi vecina dejó la ciudad, al igual que mi abogado. Por lo tanto, tuve que hacerme cargo no sólo de Lilith, sino de las perras de la vecina (con la que compartimos patio). Por lo tanto, fue indispensable trazar una poderosa e infalible logística; las tres perras (porque la vecina tiene dos) no pueden coexistir, ya que se matarían. Por lo tanto, el uso del patio para cada perra debía controlarse. El problema fue que las tres perras no estaban del todo acostumbradas a mi, y por ello, nunca me avisaban de lo que necesitaban. Una serie de intricados cálculos fueron menester y al final pasé mi fin de semana metiendo y sacando perras de las casas de manera compulsiva. A eso hay que sumarle que al saberse mi virtual soledad, recibí numerosas visitas que buscaban sucumbir a la decadencia. Por lo tanto, el flujo de alcohol y música estrepitosa aumentaba, y yo seguía sacando y metiendo perras por miedo a posibles orines dentro de la casa.
Creo que en algún punto alguien le dio cerveza a las perras.
A la mañana siguiente tuve que sacar a las visitas a la fuerza y poner incienzos para ocultar los extraños olores dejados...
Pero por lo menos, las perras estan (más o menos) a salvo.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

"pasé mi fin de semana metiendo y sacando perras de las casas de manera compulsiva..."

Que acaso no es lo que haces cada fin de semana? jajajaja..

Hace mucho calor en Mérida.. Esa es mi excusa..

Bee dijo...

Hmm... compulsiones... ten cuidado con esas hjahahaha son un peligro